Entender que no entendemos
Juan Javier Gómez Cazarín.
(A las maravillosas mujeres de mi familia. A todas las mujeres, con admiración, cariño y respeto).
La otredad siempre es un misterio. Comprender lo que ocurre en el fuero interno de otro ser humano es un desafío mayor. Podemos acercarnos lo más posible, pero nunca entenderlo a plenitud. Lograrlo implicaría haber vivido su vida envueltos en su propia piel.
Tampoco los otros, después de todo, son capaces de entrar a nuestra psique. Nadie experimenta nuestras vivencias como nosotros mismos. No ocurre ni siquiera entre hermanas y hermanos gemelos. Tampoco entre aquellas y aquellos que han compartido la misma experiencia de forma simultánea -accidentes, pérdidas de un familiar-.
A pesar de ser una causa perdida, regularmente las personas hacemos nuestro mejor intento. Nuestra capacidad de empatizar ha sido una habilidad básica en la evolución humana -y hay quien piensa que incluso de muchos animales, como los perros-. Empatía y humanidad, de hecho, se usan como sinónimos.
La disponibilidad de imaginarnos en el lugar del otro para entender sus batallas internas es un ejercicio relativamente cotidiano. Para ello, recogemos la experiencia ajena y la buscamos en nuestro interior, sin darnos cuenta, sin ser conscientes.
Si se murió tu abuelita, por ejemplo, un mecanismo interno mío -espontáneo e involuntario- traerá a la superficie el dolor que sentí cuando se murió la mía y entonces me sabré próximo a tu dolor, a tu sensación de pérdida y desconsuelo.
El problema surge cuando no existe en toda nuestra experiencia de vida una sola referencia a lo que está experimentando el otro. Soy incapaz de entender lo que nunca he vivido, sobre todo porque la propia ausencia de esa experiencia es parte del fenómeno del que soy extraño. Y ahí la brecha entre hombres y mujeres es un abismo.
¿Por qué están tan enojadas? ¿Por qué protestan? Si las leyes dicen que somos iguales, ¿qué más quieren? He escuchado a muchos hombres hacer esas preguntas con desdén, superioridad y hasta burla. Son los mismos que piensan que el 8 de marzo es un día para felicitarlas y regalarles flores, como si fuera otro 14 de febrero, pero exclusivo de mujeres.
Durante incontables siglos las mujeres han sido asesinadas, violadas, vendidas como mercancía -a veces menos valiosa que el ganado-, tomadas como trofeo de guerra. Sus cuerpos han sido mutilados, tirados a la basura. Se les ha obligado a abortar cuando no querían y se les ha impedido abortar cuando sí querían. Se les ha quemado en hogueras. Se les han cerrado puertas de Gobiernos, Escuelas y centros de votación. Su voz se ha acallado. Sus nombres se han borrado de la historia política y científica. Su búsqueda de justicia con policías y jueces ha sido infructuosa y, muchas veces, resultado en una renovada victimización.
Los hombres no menstruamos, ni nos embarazamos, ni nos molestan desconocidos en el autobús. Los hombres podemos ver a un maestro a solas, le podemos pedir a un colega que nos lleve en su coche tarde en la noche o podemos caminar tres o cuatro cuadras sin miedo. Podemos ir al trabajo sin detenernos en la puerta antes de salir y preguntarnos si la ropa que llevamos será pretexto para ser molestados.
Creo que el primer paso honesto que podemos dar los hombres para cerrar la brecha de empatía es, justamente, entender que no entendemos.
Y a partir de ahí tender puentes sobre esa brecha sobre lo que sí entendemos: la rabia ante la muerte violenta, ante la justicia negada.
Se lo debemos a las mujeres.
Diputado local. Presidente de la Junta de Coordinación Política.