Daviel Reyes
¿Qué comen los periodistas?
Las primeras horas de la mañana lo habían sorprendido con ojos enrojecidos de no dormir. Toda la noche rondaron por su cabeza pensamientos agoreros, ideas suicidas inofensivas y la abrumadora sensación de que había dejado la llave del agua del patio abierta. Se había levantado seis veces a verificar que estuviera cerrada. Se incorporó tratando de no despertar a la veinteañera que dormía profundamente a su lado. ¡Oh envidia, raíz de infinitos males!, murmuró el subconsciente que tampoco había dormido. No nos pongamos quijotescos, le contestó Ferrer sin abrir los labios ni apartar la mirada de la joven que, desnuda junto a él, respiraba acompasadamente. Se puso de pie con un ágil y sutil movimiento y anduvo desnudo y descalzo hasta la ventana. Aún no terminaba de amanecer, algunos pájaros madrugadores retozaban en el gran árbol del jardín de enfrente. El lejano silbato de un tren se escuchó de pronto y Lucio Ferrer intentó calcular la distancia a la que se encontraba y la dirección en la que iba. Se burló la voz interior: nunca hemos entendido el efecto doppler, qué le haces al pendejo.
Se volvió y contempló el cuerpo dormido de la mujer, aquél cuerpo espléndido. Yacía ella inmóvil, con brazos y piernas completamente extendidos en una posición que, de tratarse de una mujer menos hermosa, menos compleja en su ser, habría parecido vulgar. La débil luz que se entrometía por la ventada inundaba la habitación de tonos cárdenos y tornaba la silueta de la muchacha en una imagen que le pareció celestial. Cogió Ferrer la sábana del piso e intentó mitigar cualquier frío que pudiera ella padecer. Caminó hasta la cocina, molió algunos granos y preparó café. En casa de María de Magdalena las malas compañías son las mejores, ¿o no, maestro Sabina? Él y su subconsciente rieron.
Concluyó que ella despertaría con hambre y que lo mejor era adelantar el desayuno. Había pocas opciones. Sacó del refrigerador tres papas que cortó en rebanadas delgadas, una cebolla que picó torpemente, y cinco huevos. En una sartén vertió un chorro de aceite de oliva, esperó a que este se calentara y agregó los trocitos disparejos. Tengo un regalo para ti, dijo la voz fresca de la muchacha. Estaba parada detrás de él, descalza, no la había escuchado acercarse. Seguía desnuda salvo por unos lentes de metal muy grandes. ¿Por qué? Ferrer arrojó una mueca cautelosa. Pues porque pensé en ti, güey, arguyó la muchacha de los lentes grandes y lo abrazó por la espalda. Se deleitó el periodista con el olor intenso de la piel joven, con la turgencia de sus senos. En la estufa el aceite comenzaba a hervir.
La muchacha de los lentes grandes recorrió con soltura el pasillo hasta la biblioteca; había arrojado allí sus cosas cuando llegó hacía unas ocho horas. Apartó una cajita de cartón con algunos agujeros de esos que permiten respirar a los bichos que van a ser un regalo. Se llama Gertrudis, dijo con una sonrisa que iluminó la pieza. Ferrer, que estaba parado en la entrada de la cocina con dos huevos en la mano derecha, no supo cómo reaccionar ante el horrible reptil con caparazón que la chica había colocado a sus pies. Es una tortuga de tierra, no necesita agua, la sonrisa no desaparecía, los ojos fantásticos lo miraban afanosos a través de los lentes grandes. ¿Es macho o hembra?, preguntó el otro. Yo qué sé, da igual, ¿no? Tratándose de tortugas supongo que sí.
El periodista volvió a atender la sartén que humeaba, las papas se habían tostado. Ya valió madre el desayuno, ni una pinche tortilla sabes hacer, su voz interior se regodeaba de conocerlo bien. En la biblioteca, la muchacha de los lentes grandes ya se había vestido. Sostenía en sus manos Los viernes en Enrico´s de Don Carpenter. Ferrer cascó los huevos y los agregó a la mezcla a punto de calcinarse.
¿Quieres que me vaya?
¿Qué?
Que si quieres que me vaya, dijo la joven asomando la cabeza desde uno de los estantes.
¿Lucio?
Dudó Ferrer un instante. Pues igual ya no hay nada que ofrecerle, observó el subconsciente.
Sí.
Cuidas a Gertrudis.
La muchacha de los lentes grandes desapareció. El periodista abandonó la cocina y corrió a enfundarse en lo primero que encontró. Salió a la calle a perseguirla, a abrazarla, a rogarle que no se fuera. A gritarle sin gritar que por primera vez en una década se sentía feliz. No la encontró. Y la tortilla se fue al carajo, se había quemado por completo. Regresó Ferrer al departamento y se topó con la tortuga en el pasillo. Se miraron fijamente. ¿Sabes qué?, le dijo, me cae que esta morra sí es la buena. El reptil lo observó un segundo más y luego se volvió a masticar el tapete de starhaus. Contuvo Ferrer las ganas de llorar. Tenía una entrevista con la gente del Teatro La Caja dentro de un par de horas.
Abrió los ventanales para ventilar el humo negro y el olor a quemado de la tortilla arruinada. La soledad no mata, tan solo los solitarios se mueren, le había leído una vez a Paco Ignacio Taibo. Pendejo, se dijo, o se lo dijo el subconsciente, no supo quién. O a lo mejor fue la tortuga. ¿Qué comían las tortugas de tierra? ¿Qué comían los periodistas que habían quemado pendejamente su tortilla?
Foto Anibal del Rey