La semana había pasado en absoluta calma y para Lucio Ferrer el tedio se convirtió en hastío. El proceso electoral llegaba a su recta final y nada, absolutamente nada, había cambiado. No tenía ninguna pista en el caso de Melchor Peredo y tampoco había escrito nada sobre ningún tema. Sabía que pronto recibiría la llamada demandante, y justificada, de Rey y no tendría manera de excusarse. Tenía varios días sin salir de su casa; había pasado las interminables horas leyendo las crónicas negras de J. M. Servín, escuchando una y otra vez La seduzione de Giuseppe Verdi y sobrealimentando a la tortuga Gertrudis. Había rechazado en dos ocasiones las visitas de la muchacha de los lentes grandes y tenía dos días viviendo solo de café con bourbon. 

Once de la noche, Verdi ya debía tener locos a los vecinos. Decidió que era momento de trabajar. ¿A esta hora? El subconsciente demandaba atención. Sí, a esta hora, respondió Ferrer, los misterios se resuelven por la noche, cuando las calles están vacías y las malas consciencias andan sueltas. Salió de su departamento y el pulso se le aceleró; siempre se había sentido incómodo en el exterior, siempre había preferido el silencio y la seguridad de su biblioteca. Vamos por un trago, sugirió su voz interior, el Texano vende buena cerveza y tiene putas, sabes que eso te ayuda a pensar mejor. El subconsciente era muy persuasivo a esas alturas de la noche y después de media botella de whiskey. 

Enfiló hacia la calle Revolución. Anduvo la pronunciada subida con paso relajado, intentando disfrutar de la noche fresca y del paseo, volviéndose uno con las tinieblas favorables al crimen y al pecado. ¿Qué demonios hacía investigando el caso de una persona desaparecida? No tenía idea de cómo empezar y, más importante aún, no sabía si podría contar esa historia. El periodismo, pensó Ferrer, con su ambiente promiscuo y literario, es un oficio turbio. Requiere de mucha precisión, mucho rigor, pero también de arrojo y un poco de impertinencia. Eran muchos los riesgos, se dijo, muchas las cosas desagradables, mucha la oscuridad, mucha la soledad nocturna. 

Aunque la verdad era que disfrutaba de su profesión. Gozaba de ser un mirón entre las sombras, un voyerista con licencia, un fisgón por naturaleza. Hacía mucho tiempo que había adoptado la posición del invisible, del que representa nulo peligro, del despistado. Desde los rincones operaba mejor; sus ojos se habían entrenado para ver por encima del hombro y detrás de las sonrisas, para ir más profundo en las miradas. Su nariz olía más allá de los perfumes. Sus oídos escuchaban entre silencios y distinguían tonos y sutilezas. Era un buen periodista, de eso estaba seguro, pero también temía quedarse un día sin historias que contar o, peor aún, sin gente que quisiera leerle.

Siempre que el periodista entraba a un bar de ésos destacaba. No es que fuera particularmente guapo. Era, en realidad, por la barba crecida, por ser casi siempre el más alto del lugar, por sus playeras de superhéroes y su reloj; no es que se tratara de uno muy caro o exquisito, sino porque era una máquina elegante, bien construida, masculina y de gusto fino. Un hombre se distingue por cómo porta su reloj, le había dicho su abuelo alguna vez. También era notorio que no estaba allí para buscar mujeres, sus incursiones al bajo mundo eran más de tipo exploratorio, más para mirar los toros desde la barrera. No eres como ninguno de los borrachos de aquí, reportero, desentonas, le había dicho una vez María Concepción; pero no hablemos de los amores de Lucio Ferrer.

Había un colega, un reportero de la fuente policiaca, con el que siempre coincidía en el Texano. La mayor parte de su vida en común transcurría entre sombras peligrosas, en ambientes turbios, citas clandestinas, cervezas en bares de mala muerte y charlas que nunca debieron ocurrir. Pasaban juntos menos tiempo en la luz que en la oscuridad. Ferrer disfrutaba mucho de su compañía, era uno de los pocos reporteros de la ciudad a los que respetaba. Esa noche no lo vio por ningún lado. 

Después de tres cervezas sintió ganas de ir a orinar. Al salir del baño notó que una fichera había ocupado el asiento de junto y miraba hacia donde se encontraba él. Puso entonces una sonrisa de lobo guapo y caminó tranquilo hasta su silla, la ocupó sin despegar la mirada de la mujer, notando sus facciones demacradas. Buenas noches, dijo con la elegancia de un dandi. Hooooola, respondió ella arrastrando la lengua, ¿me invitas una cerveza? El otro la rechazó con una cortesía casi seductora, mirando a su alrededor, observando las mesas y a los comensales; conocía bien el lugar pero nunca estaba de más. Ella lo contemplaba a él, intentando fijar la vista en la mandíbula cuadrada de Lucio Ferrer. ¿Por qué no me invitas una?, ándale, casi no he trabajado. Uy, y si es por trabajo menos, chula, respondió divertido el periodista, nunca mezclo negocios con placer. Dibujó la otra una mueca caprichosa, qué malo, ándale. No, chula, yo solo vine a tomarme una chela y a pensar. ¿A pensar en qué? En cómo conquistar el mundo. 

Lo observaba ella con pensativa atención, como atenta a percibir alguna debilidad que revirtiera la rotunda negativa. ¿Y en qué trrrrrrrrabajas? Soy escritor de novelas de misterio. ¿De verdad?, a mí me gusta leer novelas de misterio, ¿cómo se llaman tus libros? Las misteriosísimas aventuras de Sherlock Holmes, Ferrer se divertía a expensas de  la mujer. ¡Embustero!, señaló ella entre risas, no cabe duda que no se puede confiar en nadie. ¿Te parezco alguien en quien no se pueda confiar? El periodista se vio interesado de repente. Aquí se desconfía de todos, chico, claro que desconfío de ti, dices ser escritor pero bien podrías ser narco. A huevo, pensó Ferrer, un narco vistiendo una playera de Linterna Verde, un narco disfrazado de nerd. ¿Y qué te hace desconfiar de mí? La experiencia, los años en esta chamba, continuó ella; aquí conoces de todo, gente buena y mucha gente mala, pero yo con nadie me arrugo, he tenido la pistola en la sien, y he dicho ¡jálale, puto! Ferrer sonreía, entretenido con la historia etílica de la mujer. Estaba contento de haber salido, descubrió que en ese lugar se sentía casi tan cómodo como en su casa. De pronto el caso estancado no parecía tan malo, ni el inminente regaño de su editor, ni las canas ni la soledad nocturna. 

La fichera seguía contando anécdotas de cantina, parecía complacida de que alguien la escuchara con escrupuloso interés. Llevo siete años en esto, insistió, pero gracias a mi esfuerzo he sacado adelante a mis hijas, yo solita sin pedirle nada a nadie. Asentía Ferrer, poco sorprendido con la historia de la prole, tan común entre las mujeres de ese ambiente. Sacó ella de entre sus senos un celular y le enseñó al periodista la foto de dos niñas: una apenas recién nacida y otra de cuatro o cinco años. Las observó éste un momento, notó sus sonrisas apagadas, las ropas humildes, el temblor en la mano que sostenía el aparato. Entonces decidió que era hora de volver a su refugio, que por esa noche era suficiente de malas experiencias e historias tristes. Pero todo ha valido la pena, ¿no? Dijo a manera de despedida mientras se levantaba de la silla. Obvio, concluyó ella orgullosa. Efectivamente, meditó Lucio Ferrer sobre su profesión y sobre su vida: todo ha valido la pena.