Buen camino, peregrino
Aníbal del Rey
Instagram @anibaldelreymx
Hoy me vacunan y estoy súper feliz. Quizá, a esta hora, esté realizando la prueba de las cucharas que se adhieren al brazo. ¡Me da tanta emoción!
Después de dar dos veces positivo a COVID, hoy la vacuna me aporta esperanza. Recuerdo la segunda vez que estuve en cuarentena: el desaparecido maquillista fue a visitarme. No se enojen. Él se quedó en el garaje, lejos de mí. Nos separaban varios metros, caretas y cubrebocas. ¡Qué fuerte este tema!
En la semana platicaba con un cuate, más o menos de mi edad. “Profe -me dijo-, ¿usted cree en el amor?”. Claro que creo. Soy soltero por “n” vez, pero por supuesto que confío en esa emoción que nos da la calma y es guarida segura durante los tiempos de guerra. También tengo la certeza de que ese amor ya lo he encontrado. Soy todo yo.
El momento en que pude conocer (o más bien reconocer) el amor, el propio, fue cuando realicé el Camino de Santiago. Lo cuento aquí porque ya tengo hasta la madre a todos mis amigos sobre este tema. El Camino es un peregrinaje inicialmente de origen religioso -no en mi caso- cuyo propósito es llegar a Santiago de Compostela, en España. Hay muchos caminos, puedes empezar casi en cualquier lado. Yo realicé el Camino Francés, aunque estoy seguro de que comenzó tan pronto como salí de mi departamento, en Xalapa. Saint-Jean-Pied-de-Port fue el punto donde di el primer paso. El primer día crucé la frontera entre Francia y España. Ascendí por los Pirineos y alcancé un desnivel de 1250 metros; ahí conocí a Helen, una señora sudafricana hermosa. La jornada inaugural fue de 25 kilómetros. No les he dicho, pero el Camino de Santiago lo realicé a pie, caminando; también se puede hacer a caballo o en bicicleta. Ese primer día caminé ocho horas.
Atravesé España de este a oeste. 800 kilómetros me dejaron la mejor experiencia de la vida. Nada se ha comparado hoy con eso, nada. La rutina era hermosa, fácil, hasta podría parecer aburrida: levantarse a las seis en la mañana, ponerse los tenis, y caminar de 20 a 25 kilómetros, encontrar un albergue, bañarse, comer, dormir, volver a caminar. Un estilo de vida que no me molestaría realizar cada día de mi vida.
Treinta y tres días fueron los que caminé entre muchas emociones. Un poco más de un mes que me ofreció las memorias más honestas que hoy conservo con severa nostalgia y amor. En el Camino conocí a Félix, un chico rubio, inteligente, un alemán “muy alemán”; también conocí a Amber, Rachael, Charlie, Jessica y Amy. Cinco chicas que tomaron un año sabático para conocer el mundo. Anna de Hungría; Daniela, una italiana bellísima que luego, luego hicimos click, pues ella tiene dos hijos mexicanos; un grupito de coreanos con nombres impronunciables (como dato, iniciaron juntos los cuatro, al final cada uno llegó por su lado, el Camino no es para todos). Conocí a muchísimas personas, y lo más bello es que conocí su mejor versión, la parte más simple y la que más dolor podría causar, la real.
Caminar de un pueblo a otro es una gran terapia, seis o siete horas diarias callado te dan la oportunidad de comunicarte contigo mismo. Tanto silencio hasta abruma. Escuchar nada más que la propia voz, con tanto eco y claridad, parece ruidoso. Las respuestas llegan como golpes de hielo, pesado, quema, cala. La certeza también abraza. La verdad es belleza y, por más terrible que parezca, siempre será verdad.
Cinco semanas de plática interminable. Más de un mes. Pensé que nunca terminaría. Fueron treinta y tres días que iniciaron con el alma más enredada que nunca. Al final, tal vez no aprendí nada; al final, llegué a Santiago; al final. ¡cuánto aprendí a estar conmigo!
Lo que también conocí fue la capacidad de mi cuerpo. Lo forcé a puntos maravillosos. Las ampollas ya no me asustan. Tuve en total 37: una fiesta en mis pies. Ahora sé curarlas, aguantarlas y recordar que se irán si las sabes tratar. También aprendí que hay que parar de vez en cuando. Entendí que es sano decir: “No”. Está bonito reconocer que hay días para bajar la guardia, quedarse en casa es la mejor defensa; no eres débil por detenerte, solo eres consciente de tu cuerpo, de los estragos y del dolor. Todo pasa. Aprendí a aprovechar los tiempos buenos… porque pasarán, y comprendí que es mejor estar en paz en los malos, pues también se van.
En el Camino me desprendí de varias cosas: mi tapete de yoga, mis pantalones de mezclilla, un par de zapatos, la vergüenza. No necesitas tantas cosas, o tal vez sí. La banda puede decirte qué cosas llevar o qué no, pero no cargarán tu maleta. Nadie sabe lo que tienes en las espaldas. Cada uno entiende el peso, cada quien es responsable de su equipaje, nadie tiene la culpa.
También comprendí que nada es tan importante, nada vale nada. Pero, ¡ojo! Todo tiene un precio. Fiesta en Pamplona, la grandeza de León, lo perfecto de Portomarín y la divinidad y magia de Santiago. Al llegar, nada te detiene, te sientes el rey del mundo, eres invencible, un Supermán.
Al llegar, comprendes que el Camino ya acabó. Duele. Cuando regresé a casa, solo deseaba estar ahí. Aún hay días que despierto pensando en qué pueblo de Navarra o Galicia estaré. ¿Cuál es la siguiente parada? ¿A qué hora tomaré mi café? ¿Lloverá hoy? Preguntas simples que hacen mi día más perfecto.
Hoy no necesito nada. Eso lo aprendí en el Camino. Hoy no tengo nada. El Camino de Santiago es lo único que tengo, que defenderé (porque es mío) y que llevaré como bandera. Lo único que sé con tranquilidad es que algún día volveré a estar ahí.
Cuando caminas por los pueblos y te topas con los lugareños, te saludan con una frase que hasta hoy extraño: “Buen camino, peregrino”. Palabritas básicas que, de vez en cuando, me repito y me sacan una sonrisa: la simpleza del caminante, la grandeza de nuestra voz. Cuidar lo que uno dice y cómo lo dice, nuestra boca es un templo y hay que cuidar lo que sale de ella; las palabras no se las lleva el viento.
Soy solo un fotógrafo que no tiene llenadera, un caminante que anhela despertar temprano sin necesidad de alarmas, un enamorado que vive de la poesía. Soy también un animal que se apasiona y gime a destiempo, uno que es real, a veces veloz, otras lento. Entre todo lo que soy y lo que puedo ser, soy sin duda un peregrino.
Además, con tanto sol, tortilla española y montones de ejercicio… qué sabroso y bronceado que me puse. ¡Olé!