Daviel Reyes
Guarachero
I
Como desde hacía varios días, el crepúsculo xiqueño se tornaba negro y amenazaba con tormenta. La pandemia había golpeado al pueblo de las montañas donde más le duele: en su fiesta patronal y, el año pasado, la alcaldesa Gloria Luz Galván Orduña decretó la cancelación oficial, por primera vez en toda su historia, de la fiesta de origen prehispánico. Lucio Ferrer, que tenía sangre xiqueña y que, por ende, era necio de herencia; esperaba que este año fuera diferente. Decidió darse una vuelta por el centro de Xico para ser testigo de cómo se adaptaban los paisanos a la nueva normalidad. No había color, ni fiesta, ni fervor. La gente, se notaba en sus rostros, no sabía cómo volver a la normalidad y la parroquia contemplaba impávida su atrio solitario. Caminó cuesta arriba sobre Vicente Guerrero hasta la capilla de Cristo Rey. Esperaba encontrar, como siempre, a los mayordomos del arco afanados, apresurados, dando los últimos toques a la colosal ofrenda de más de dos toneladas que cada año se consagra a la patrona del pueblo. No había más que melancolía. Tal vez aún no comienzan, sugirió el subconsciente. Algunos papalotes franqueaban el cielo gris, purpúreo, sombrío, y dos niños al pie del templo los contemplaban con asombro. Un par de pubertos, de no más de quince años, se abrazaban en las escaleras como si no hubiera mañana. Sosiego, nada más que mutismo en el ambiente. La lluvia arreciaba.
Abandonó resignado la escalinata, renegando de la realidad de la contingencia, cuando volvió la mirada a la derecha. A un costado de la capilla, en un pequeño local alumbrado por una vieja bombilla de luz amarilla observó la sombra de un sombrero proyectada sobre una pared al fondo. Al agudizar la mirada divisó una pequeña figura, delgada, ligeramente encorvada, concentrada apoyando los codos sobre una mesa de trabajo. La escena, la luz y el olor a piel curtida, lo hipnotizaron. Se aventuró a entrar al pequeño taller de dos por dos metros y saludó con el mejor buenas tardes que pudo.
Fue así como conoció al guarachero.
II
Don Miguel Ángel Mapel tiene setenta y ocho años y lleva sesenta y ocho trabajando la piel. Es originario de una pequeña comunidad al pie de la sierra de Xico y desde hace más tiempo del que conviene recordar tiene un pequeño taller al costado de la capilla de Cristo Rey. Buenas tardes, dijo Ferrer al más puro estilo xiqueño mientras cruzaba el umbral, procurando no golpearse la cabeza con la baja cortina. Buenas, respondió, amable pero sin alzar la vista, un hombre vestido con la seriedad de quien ama su trabajo: camisa rosa, de cuadros delicados, pantalón gris y sombrero negro, desgastado por los años; un delantal negro también, de piel, mostraba los agujeros de batallas anteriores pero seguía cubriendo, imbatible, su pecho. ¿Y este año tampoco va a haber arco, don? Preguntó fingiendo demencia. Todavía no se sabe, estamos esperando a que el municipio decida, cabrones, refunfuñó, es por el mal que hay, por el Covid. Se acomodó su sombrero, limpió el sudor de su frente y observó por primera vez al periodista parado frente a él. Mirada profunda, ojos color gris, muy cansados. Desde el año pasado suspendieron toda la fiesta de Santa María Magdalena, cerraron negocios, quitaron a los vendedores y no dejaron hacer nada. Ya ni la muelan, concurrió Ferrer mientras contemplaba las hábiles manos del hombre, que cocían un pequeño recuadro de piel café. A mí me vinieron a cerrar, continuó éste con familiaridad, como si cerrándome fueran a quitar el mal. Yo ni clientes tengo, una o dos personas vienen a hacerme encargos, ¿por qué tengo que cerrar? Y no les hizo caso, repuso el periodista en tono de complicidad. Pues no, ¿de qué voy a comer? Esto es lo único que sé hacer, si no trabajo no como. Admiraba Ferrer su pequeño local repleto de calzado tradicional de piel: huaraches, de res todos ellos, de diversos tamaños; blancos, negros, marrones y hasta rojos. Parecía una ventana al siglo pasado.
Don Miguel Ángel suspiró y volvió a su trabajo. Aprendí desde que tenía diez años, dijo con voz obstruida sin retirar la vista de su mesa, y desde entonces he dedicado mi vida a trabajar la piel. Gracias a esto le di comida y carrera a mis dos hijos. Ellos ya no quisieron aprenderlo, ni mis nietos, así que nomás quedo yo. Tampoco quedan mis compañeros, todos se han ido muriendo, ya no queda ninguno más que yo. ¿Es usted el único talabartero que hay en Xico? Lo cuestionó bastante impresionado por el dato, era cierto, se encontraba frente a una profesión en extinción. Pues yo no soy talabartero, respondió tocando con el dedo índice el ala de su sombrero, yo hago todo lo que el talabartero pero no soy talabartero: trabajo el cuero, tiño, coso, corto, curto; ahorita ya no tanto porque ya me canso, pero hace unos años todavía curtía. Imagínate, continuó ahogando un recuerdo, un rollo de piel pesa cuarenta o cincuenta kilos, y mojado pesa otros veinte, ya no me lo aguanto; pero te puedo hacer cualquier cosa que me pidas en piel, lo que sea, ahorita, por ejemplo, estoy haciendo una funda para celular, esas las doy en cincuenta pesos y son lo que más me van pidiendo.
Se quedó mirando el pequeño cuadrito de piel que tenía entre sus dedos gruesos y chuecos. Entonces, Don Miguel, si no es talabartero ¿qué es? ¡Pues soy guarachero! Arrojó una sonrisa llena de vida y señaló todas las sandalias de las paredes. ¡Y soy el mejor guarachero de Xico! Ambos rieron, mientras Ferrer se percataba de que el universo de Don Miguel Ángel estaba sujeto a las paredes de su taller. El guarache es el mejor zapato, aseguró, es cómodo, ligero, y estos duran toda la vida; lo malo es que ya nadie los compra, su voz se tornaba triste, ahora todo el mundo quiere tenis, o choclos, o lo que sea, pero ya nadie quiere usar guarache. ¿Y cuánto cuestan? No pudo contener la curiosidad. Los grandes ciento cincuenta, la sonrisa no se borraba de su cara pero la voz se le quebró, y los chiquitos pues depende del tamaño. Cogió un par de color blanco, los miró y guardó silencio.
III
¿Oiga y si me hace una funda para mi teléfono? Claro, ¿lo traes para medirlo? Sacó el aparato y se lo entregó. En un pedazo de cartón trazó el contorno del celular para tomar la medida. Se lo devolvió y meditó un instante. Vente el jueves, porque tengo varios encargos, pero el jueves te lo tengo.
La lluvia había parado y la noche caía. Pues lo veo el jueves, dijó Ferrer sellando el compromiso. Don Miguel Ángel se disponía a cerrar. Sale pues, respondió con la típica cordialidad xiqueña e ignorando las medidas sanitarias del momento le extendió su mano recia y cansada. El periodista no escrúpulos para rechazarlo y respondó al cálido aprentón del mejor guarachero de Xico